Y todo para esto

Ahí estaba yo ayer, lánguido como una flor mustia, apagado y deprimido, hasta que recordé que el Atlético de Madrid volvía a jugar un partido oficial tras el batacazo estadounidense. Me vine arriba con poco, de verdad. Salté como un resorte mal engrasado y mi cabeza en seguida se activó entre posibles alineaciones, esperanzas depositadas en los nuevos fichajes, porras para el debut en liga que comencé a jugar conmigo mismo, haciéndome trampas al solitario. Pensé en Baena, en los nuevos italianos, en volver a ver a Julián vistiendo la rojiblanca, en tener a Hancko un año después del fichaje frustrado de la pasada ventana estival, en Barrios aún tocado físicamente pero despertando de nuevo ese magnetismo tan suyo, tan colchonero, tan atrevido como sacado de una canción de Sabina, que me alegra la vida, los días y las noches. 

Ya en la mañana del domingo me levanté temprano, dando un salto mortal, como en la canción, y me quité el pijama (sin usar las manos) para ponerme la elástica de mi equipo, ignorando las altas temperaturas y la ola de calor. Como si fuera de nuevo un niño pequeño el día de Reyes. Me preparé un café sin azúcar —soy fiel creyente de que los del Atleti producimos glucosa de una manera natural, fisiológica— y me lancé a contar las horas, los minutos, los segundos hasta que el árbitro decretara el inicio del encuentro. Mientras esperaba, iba pensando en los títulos que esta temporada podría acarrear, a la par que pinchaba el himno del Atleti en lo que limpiaba y hacía cosas típicas de domingo.

Luego llegó la previa del partido, y los comentaristas, entre información del Espanyol a la que no presté demasiada atención, empezaron a ilusionarme aún más: hablaron de los fichajes, de que el Atlético de Madrid, esta vez sí, tenía fondo de armario para pelear la liga hasta al final, de lo bien que nos lo íbamos a pasar todos con Baena, Almada y demás. Casi me recordó a un famoso proverbio español: cuantos más somos, más nos reímos. Entremedias, salía Álex B. calentando y, sinceramente, tampoco lo puedo expresar de otro modo, se me caía la baba pensando en las alegrías que podía llegar a darnos. Que podía estar a punto de darnos esa misma tarde.

Empezó el partido y mi ilusión sólo hacía que multiplicarse por momentos. Veía a Almada tocar bien balón, a Johnny robar pelotas en plan cefalópodo —Kondogbia pero con años de carrera por delante y posibilidad de proyección a futuro—, a Baena intimidar a sus rivales en cada incursión por su banda hábil, a Hancko rematar de cabeza con desdén y pensé que por fin, desde Godín, íbamos a tener alguien que rematase los centros tensos y los córneres. Hasta Ruggeri me dejó buen sabor de boca en cuanto que me transmitía seguridad, mucha paz mental, y, aunque no fue de lo más impresionante que haya yo visto nunca, me parece que fue cumplidor, y que solventó la prueba con creces.

Luego Julián se dispuso a ponerla donde las arañas tejen su tela en un libre directo que me hizo preguntarme si Assunçao estaba de vuelta o se había reencarnado en forma de Peter Parker argentino. Me creí (nos creímos) imparables por un momento. Íbamos volando en business de una aerolínea premium, y, no lo negaremos, vimos hasta Europa pasarnos delante de nuestros propios ojos.

Pero, ay, amigos, cuando llegó la segunda parte y entraron al terreno de juego los revulsivos. Qué cambio de paradigma, y de sensaciones también. Qué desconexión. Qué rápido vino todo. De las nubes al infierno y de nuevo al cielo, como dice ese dicho atlético tan famoso, que resume tan bien lo que es esto de ser del Atleti. Tanta ilusión, tanta preparación, para ver cómo nos empala dos goles en el debut un club que el año pasado se libró de descender por meros azares del destino. Eso somos, y en eso temo que nos hemos convertido. En un equipo incapaz de igualar siquiera la sombra de lo que un día fuimos: temidos, no por juego sino por presencia; no por despliegue estético sino por defensa, eficacia y resultadismo. En el cuento de la pescadilla que se muerde la cola, con el mejor entrenador posible para jugar a un catenaccio argentinizado y con unos jugadores pulidos en faceta ofensiva pero tremendamente infantiles a la hora de seguir la marca, despejar, cerrar las líneas defensivas, entrar al balón midiendo bien los tiempos y crear una defensa inexpugnable, como acostumbrábamos. Todo, tanta ilusión que nos vendieron como humo, o quizá solo nos la vendimos nosotros mismos, para esto: más de lo mismo.

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