El Atleti sigue el camino inverso al del ave fénix: resucita y muere en su debut frente al Espanyol

Era el debut liguero, así que tampoco pueden exigirse demasiadas cabezas. No hay aún rodaje, ni existe todavía ritmo de competición, y el Atlético de Madrid, tras el desembarco de Normandía que fue su corta andadura en el Mundial de Clubes, saltaba hoy al césped espanyolista más con intención de probarse a sí mismo que de alcanzar una victoria aplastante o mastodóntica. Sin embargo, con velocidad y a los pocos minutos de partido aparecieron las buenas sensaciones. Unas que hicieron que el Cholo, en la pausa de hidratación de la primera parte, pidiera aún más agresividad en la presión, en cuanto que estaba seguro, en ese momento, de que «Baena o su madre» iban a terminar robando la pelota en zona de peligro, generando de facto una clara ocasión de gol.

Fue el ex del Villarreal, mentado por su nuevo míster, uno de los jugadores más versátiles e incisivos del once inicial. Desbordó, controló el balón con algo parecido a un imán que debía llevar entre las botas, generó desconfianza en los defensas rivales, tejió ocasiones, fue habilidoso y seguro de sí en los apoyos. Una nueva perla, en pocas palabras, y ya iba siendo hora, ha aterrizado en el nuevo Atleti de los galácticos. Los otros tres fueron dos jugadores que comparten habitualmente banda e ímpetu —Llorente y Giuliano— y la que sin duda fue la gran sorpresa de la velada: Thiago Almada. Hay quienes en Argentina dicen que ahora, en los partidos con la selección, asume el rol que asumía Messi. Son palabras mayores, y seguramente sea imposible igualar a un jugador de ese talante en lo que queda de eternidad, pero Almada hizo escaparate de su agigantado talento y su ensanchada habilidad en el regate, asumiendo un rol todoterreno, casi de engranaje, y ofreciendo su conducción de balón a cada línea del ataque rojiblanco. En fase defensiva el más confiable fue sin duda Johnny Cardoso —quizá junto con Ruggeri, que terminó hasta con sangre brotando de sus fosas nasales—. El estadounidense era esa figura de cinco, que tanto exhibió en el Real Betis durante la pasada campaña, que Simeone probablemente venía necesitando y reclamando desde hacía ya varios años.

Aunque el gol atlético no vino de una de las grandes jugadas ofensivas que se iban construyendo entre los viejos conocidos y las caras nuevas; brotó de las botas de Julián en un disparo maradoniano a balón parado imparable para el portero local. El fervor, la sed de venganza, el ambiente, el color que iba tomando el partido… Nada parecía indicar lo que cruelmente estaba a punto de suceder, aquello de confíate un segundo y te clavarán un puñal por la espalda en menos que canta un gallo, o dos goles que te dejarán helado y sin saber ni en qué dirección sopla el viento. Fue tras el descanso y los cambios en el ala rojiblanca cuando el Espanyol se revolvió y se negó a terminar la primera jornada frente a su afición con una derrota que por momentos parecía iba a ser más abultada que un simple 1-0.

El recién llegado a la disciplina catalana Miguel Rubio y Pere Milla, ambos con puntería y precisión quirúrgica, le dieron la vuelta al encuentro en un abrir y cerrar de ojos gracias a que el Atlético fue gota a gota cediendo el control y siendo menos incisivo (también menos decisivo) en todas las facetas del juego. La falta de pases de gol, de efectividad de cara a puerta y el palo de Julián Álvarez, que pudo suponer el 2-0 casi definitivo y estuvo cerca de ser la ocasión perfecta para meter tierra de por medio al encuentro, facilitaron la remontada del conjunto local, que fue todo un jarro de agua fría para un Atleti que no tuvo tiempo para materializar más goles, ni fe suficiente en la dinámica del equipo como para buscarlos con algo de garra.

La cara de decepción de los jugadores en el banquillo, en especial la de los nuevos fichajes y de los futbolistas más jóvenes, fue la imagen más cruel que dejó el encuentro. Es evidente que patinazos así, sobre todo en las primeras jornadas de liga, son un mal que se ceba con cualquier equipo ante la falta de partidos en la mochila. Pero las primeras conclusiones ya se pueden extraer, para quien quiera atisbarlas, barruntarlas o empezar a masticarlas de cara al arma de doble filo que puede ser esta temporada cargada de caras nuevas y esperanzas en el corazón de todos los aficionados: hay futbolistas que simplemente han dejado de dar la talla, que ni siquiera valen ya su tiempo como repulsivos, y otros de los que dependemos tanto —también nos hemos encomendado en seguida a la presencia litúrgica de Baena en banda— que, cuando no están, su ausencia lastra y dinamita los encuentros que parecían estar encarrilados. Eso y que un equipo construido desde la filosofía cholista, pese a su evidente mejoría ofensiva, debe trabajar por y para volver a los orígenes. Sin la defensa férrea, temible e intocable que nos caracterizaba antaño de poco sirve mover mejor la pelota, pisar el esférico con gracia o marcar goles bonitos. Sin defensa, en definitiva, bueno. Pasan (y me temo que seguirán pasando) cosas como las de hoy.

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