Hace ya varios días que se anunció su marcha, y yo aún no he podido superarla del todo. No me repongo del hecho de saber que prenderé la televisión en agosto para ver el debut liguero, con la ilusión renovada de quien ahora sí confía de verdad en que los nuevos fichajes engrasen la dinámica del equipo, y entre los Baenas, los Cardosos, los Hanckos, los Marc Pubill, los Ruggeri, no le vaya a ver a él; al chico de la sonrisa siempre bien puesta que hizo las maletas desde Argentina hasta Madrid con un sueño entre los brazos y sin saber, aún por entonces, que en el reconocimiento médico le detectarían un tumor en el ventrículo que le expondría a una operación para la que hubieron de pararle el corazón al completo.
Como la filosofía rojiblanca es la de la hermandad, la empatía, el dar sin esperar recibir nada a cambio, el club del Manzanares no dejó solo a aquel muchacho proveniente de San Lorenzo que pasó de firmar su primer contrato con un club europeo a temer por su integridad física o por su propia vida, en el peor de los casos. Entonces, cuando los médicos le intubaron y le detuvieron el órgano madre durante la totalidad de la intervención quirúrgica que preveía extraer el tumor, probablemente aquel muchacho joven, de complexión delgada, aún con barba poco hormonada, seguramente le juró a Dios que si lograba salir de aquella sin cerrar los ojos para siempre lucharía, con todas las fuerzas que le restasen, por el club que había financiado la operación que pretendía regalarle una segunda bala en la recámara.
Y así terminó siendo. Nunca pudo estar al cien por cien ni jugar minutos como uno más, al menos no de forma regular, pero luchó con entrega y garra, como los héroes de las novelas griegas —y mira que de él no puede decirse que no es nativo argentino—. 88 goles con esta camiseta y casi 500 partidos jugados en los que inculcó, primero en el Calderón y después en el Metropolitano, una forma castiza, rebelde e irónica de vivir la vida, que se mezcló con la nuestra y que todo atlético comenzó a venerar como parte de la cultura local, o de la religión común. Llegó con aspiración de convertirse en un grande, se va como una leyenda rojiblanca que estira el diez y se lo lega a alguien más —Baena— con la esperanza de que sepa sacarle buen provecho.
Recuerdo aún, con mucho ahínco y melancolía, su punterazo en Valladolid en el año veintiuno, en el minuto cincuenta y siete, cuando el Real Madrid soñaba con volver a darnos la de Trafalgar pero por la espalda, y este (ya) buen hombre devolvió la esperanza de alirón a toda una afición que temía volver a darse de bruces contra el escaparate de la gloria. Luego llegó Suárez para rematar la faena empezada, pero ésa es otra historia. Aquella liga, tan bella como la del catorce pero quizá incluso más futbolísticamente estética, no habría sido posible sin él. O no de la misma forma épica, literaria, dramática, digna de una biografía de superación, con que se terminó conquistando.
Ahora ya ha hecho las maletas y en las vitrinas solo quedan los recuerdos de los grandes años que nos regaló durante su estancia en el Atlético de Madrid. Aquí nació su cicatriz, que ahora llevará consigo hasta el final. Lo que no sabe es que ahora la historia se ha invertido, y ha dado un giro de ciento ochenta grados al tablero de juego: somos nosotros los que nos quedamos marcados para siempre, con una dolorosa cicatriz (esta de tipo emocional y retórico) que tardará tiempo en irse, hasta que se encuentre a un digno heredero o sucesor que abrace, honre y merezca el diez como terminó haciéndolo él. O que quizá nunca se vaya del todo.
Gracias por tanto, Ángel Martín Correa. Cuídate mucho, allá donde te vaya llevando el destino. Y ojalá que este adiós, de un modo o de otro, sea temporal. Un hasta luego, y no un hasta siempre.