Y Anfield se transformó en el infierno en la Tierra que le faltaba a Simeone, que incluso terminó expulsado tras perder el control en cuanto su equipo encajó el 3-2 definitivo. Casi como esa gota con amargura que siempre es la que se encarga de colmar los vasos, en el peor momento. Una sentencia mortal. Un epitafio. La crónica de una muerte anunciada, como diría García Márquez.
Ocurrió en un visto y no visto. En los primeros seis minutos de encuentro, el Atlético de Madrid ya estaba moribundo, derrotado y sin posibilidades aparentes de darle la vuelta al asunto. Desangrándose en el suelo como ese niño tonto que siempre es el primero en morir en las películas de miedo. Quizá esa leve mejoría demostrada en el partido contra el Villarreal de Marcelino sirviera para salvar la papeleta y retener los primeros tres puntos en la competición doméstica. Pero lo de la Champions es siempre arena de otro costal, aunque algunos se esfuercen en no entenderlo. Si no, que se lo digan a Jan Oblak, que vio encajar dos goles (y sin poder hacer demasiado para remediarlo) antes siquiera de que la mayoría de los aficionados del Liverpool terminaran de acomodarse en sus butacas. El primero, a la salida de una peligrosa falta en la costal del área que rebotó en Robertson, pillando desprevenido a Barrios y también al portero esloveno, minuto cuatro; el segundo, en una jugada muy accidentada, en la que Mohamed Salah fue el más listo de la clase y aprovechó la eminente debilidad de una defensa rojiblanca que hizo aguas para penetrar hasta la cocina y meter tierra de por medio, minuto seis.
Uno supone que es el efecto colateral de escuchar de nuevo el himno de la Champions, que cada vez que vuelve a sonar revive en cada retina rojiblanca las peores pesadillas imaginables. Los más crueles y cruentos naufragios vividos en territorio europeo. Como si al morir, antes de vislumbrar la luz al final del túnel, el cerebro colchonero reprodujese por inercia tan sólo las imágenes más desgarradoras de su propia y gris historia.
El caso es que el Liverpool, casi sin esfuerzo, se topó de frente con dos goles extremadamente valiosos, en lo que para ellos parecía un debut de ensueño y la única pregunta era cuántos goles más podían caer a favor del equipo local. Un par de tantos que hundieron psicológicamente al Atlético de Madrid y lo dejaron totalmente amilanado, nadando a su suerte, contra viento y marea, incapaz de recomponerse, de encontrar su fútbol o tejer su estilo (si es que lo tiene).
Eso, hasta que Llorente volvió a colgarse la capa de héroe. De nuevo en Anfield, como en la novela de aventuras que fue el último partido antes de la pandemia y todo lo que vino después de aquella gesta. Raspadori dejó el regalo dentro del área y, dejándose caer, empaló el español el 2-1 dentro de la red antes del final de la primera parte para jolgorio de los suyos, a los que sacó de la UCI.
En la segunda mitad el cantar fue radicalmente distinto. Pudo verse un Atlético mucho más envalentonado sobre el verde, seguro de sí, incluso en fase defensiva, y con ganas de proponer un juego directamente vertical, aprovechando la gasolina de nueva entrada que Llorente derramó sobre el depósito para sacar tajada de Liverpool y no volver a Madrid con las manos vacías. Como si Dios hubiera vuelto a ponerse de su lado. A pesar del chut que Salah estrelló en el palo, la dinámica, el ritmo y el encefalograma mismo del pulso colchonero se conjuraban e inclinaban favorablemente hacia el lado del ejército comandado por Simeone, mucho más saludable y recompuesto. El empate, cuestión de seguir engrasando la maquinaria, parecía más cerca que nunca.
Y como es célebre (y muchas veces extremadamente real) aquella frase anónima de que la historia no se repite pero tiende a rimar, Marcos Llorente volvió a aparecer. Tenía que ser él. Faltaba solamente la camiseta sanguínea sobre fondo negro para revivir dos veces la misma historia y que el déjà vu fuera completo, total, casi guionizado. Un chut desde fuera del área se envenenó y el balón besó las mallas tras superar en fuerza y altura a Alisson, que no pudo sino recoger el esférico y animar a los suyos para pedirles paciencia, garras y más colmillos en lo que restaba de encuentro.
Pero, bueno. Tan sólo fue eso: una ligera rima. Una ilusión breve. Un punto y coma. Sonreía todavía Simeone cuando una imagen más de esas que se graban con malicia en la psique del aficionado rojiblanco pasó veloz como un rayo, o más bien como una bala, o una flecha dirigida al corazón. El Liverpool, que se rehizo justo a tiempo y reconvirtió la furia del empate en ganas de más fiesta, no estaba dispuesto a dejarse ir tan fácilmente. Ni mucho menos a rendirse antes del pitido final. Y asedió al Atlético de Madrid hasta encerrarlo en su propia área. La presión hizo mella en las piernas de los colchoneros hasta que a la salida de un córner Van Dijk se disfrazó de rascacielos y empujó el 3-2 más que merecido, en cómputo global, para el conjunto inglés.
Abandonó Simeone el encuentro antes de tiempo y con las manos por delante tras ver cartulina roja por encararse con un aficionado que presuntamente le habría hecho una peineta. Enfundado aún en su traje negro, derrotado por dentro pese al poder que emana de sus manos, sin lágrimas visibles, caminando despacio y quizá arrepentido, como un rey que pierde a su corte o un dios griego que fuera rechazado por el Olimpo, mirando al horizonte como si eso sirviera de escudo para su propia soledad tras ordenar la ejecución de Fredo, esta derrota para él alcanza la categoría de existencial.