Soy Simeone Montana, saludad a mi pequeña amiga, dice Diego Pablo enfundado en su habitual traje negro, que se niega, como en aquella de Al Pacino, a dejarse morir. No, al menos, de este modo cruel. Una historia de amor tan bonita entre nosotros y él, entre él y nosotros, merece sin duda un final más dulce y feliz que la despedida sucia, oscura y lastimosa, por la puerta trasera, que algunos, ante el cansancio evidente que provoca un infatigable sangrado de puntos, le estaban proponiendo. Como cuando en la Francia de la Revolución te llevaban de paseo antes de presentarte a la guillotina o la Inquisición te leía los (a menudo falsos) cargos de que se te acusaba previo a la quema por brujo.
Y yo, aunque sigo creyendo que estamos viendo los últimos coletazos del Cholo en el banquillo rojiblanco, me alegro por él. Infinitamente, además. Me encanta que la jugada de colocar a Griezmann, Koke y Nico en un mismo once, contra todo pronóstico, le haya servido para cantar bingo y no otro cero más en la ruleta de su destino. Primero, porque su alegría y su euforia es también la nuestra, antes de que así deje de serlo; segundo, porque sería estúpido no rezar pequeñas jaculatorias para que, si ésta resulta al final ser su última temporada, se vaya al menos con un título bajo el brazo. No se merece otra cosa, después de todo.
Hoy, por lo que sea, no se verá a nadie pidiendo su pescuezo de las formas más deleznables y vomitivas. Tampoco nadie cuestionará su estrategia ni afirmará que no tiene ni majadera idea de leer los partidos. Hoy, soberbio, ha dado una lección de coraje y resistencia a toda una afición. Eso no significa que haya salvado del todo la papeleta o que el debate sobre su continuidad se haya terminado ya de forma abrupta, pero sí simboliza que él vuelve a estar a cargo de los tiempos. Manejando el relato y marcándonos a nosotros la agenda, y nunca al contrario. Y todo, tras un golpetazo, más de honor que de lógica, encima de la mesa.
Y si al final resulta que se adapta a estos nuevos engranajes y los engrasa, e incluso empezando por mí mismo todos nos vemos obligados a pedirle disculpas de rodillas, que sea porque en un futuro a medio plazo nos estemos riendo, agriamente y con un dedo de whisky en la mano, de cuando sacamos dos puntos de nueve y no nos esperábamos la ola de inmensa alegría que el hombre de negro nos regalaría meses después.
Si no, miradle a los ojos. Esa garra, esa querencia, ese coraje, esa intensidad, esa barrera de agua que rodea su córnea, esa felicidad de querer estar aquí por encima de en cualquier otro sitio no la encontraríamos en ningún otro entrenador. Se está esforzando, y de verdad, no a causa de los millones que llenan su cuenta corriente, por regalarnos un último baile. Ya siento caer en lo mismo, y repetirme utilizando como recurso la misma película, pero, tal como dijo Montana, los ojos, chico, nunca mienten.