Así no vamos a ninguna parte

Uno se acaba hastiando. No ya del simple hecho de perder, sino de hacerlo de esta manera, por falta de proyecto, visión de juego, ganas, ímpetu, coraje, corazón: todas las cualidades que le faltan a este Atlético de Madrid para alcanzar la victoria o lo separan de convertirse en un equipo que volviere a infundir miedo o respeto a sus rivales, que es lo que necesitamos para que dejemos de perder los partidos antes siquiera de empezarlos, como un club en constante encefalograma plano.

No puedes permitirte atesorar ni más ni menos que un 16% de posesión tras 26 minutos de juego, así como no puedes, ni debes, permitir que tus dos centrales —Lenglet y Le Normand— ya tengan acumulada una amarilla antes del minuto treinta de la primera mitad; o que Correa, Koke y Reinildo cometan falta de tarjeta en su primera acción en el terreno de juego, menos aún contra el reciente campeón de la Champions. Tales fallos, inocentes, dignos de un partido de benjamines, son los que acaban condicionando el desenlace de un partido o de un torneo entero. Importa poco también que el árbitro barra para su casa, como deliberadamente ha hecho —los intereses son siempre los mismos, y los conocemos todos bien: que ganen todos menos los de rojiblanco—, pues siempre tienes en tu mano evitar darle razones o lagunas para ello. Una actuación arbitral nunca justifica el rendimiento paupérrimo, vergonzante y desilusionante de casi toda una plantilla durante la práctica totalidad de un encuentro.

El Cholo no tiene la culpa de que la directiva no le obsequie con los fichajes que corresponden —un central más sólido que acompañe a Le Normand como titular indiscutible, un mediocampista de garantías y un jugón como Baena que acompañe la soledad a la que se enfrentan Julián y su inventiva en fase ofensiva son los mínimos exigibles—, pero sí de que tres jugadores de once se paseen por el campo como si todo les resbalara encima sin dejarles rastro, sin entender la magnitud y la historia del escudo que portan al lado de su corazón.

¿Dónde está ese Simeone que creía única y exclusivamente en la meritocracia, y que anteponía los hombres a los nombres? Porque si no vamos a cambiar de entrenador, y no parece que vaya a ser tal el caso, urge tenerlo de vuelta cuanto antes, más que nada para que la regla de “juega quien esté mejor” vuelva a imperar por sacra norma general, por seriedad y convicción. Quien ande, al banquillo; quien para disputar la segunda mitad salte al campo riéndose con el rival tras encajar dos goles, como hay un par que así han actuado pensándose que se trataba esto de un mísero torneo de pretemporada, se le aplica la metodología de reeducación de Luis Aragonés: eso que usted está pisando es el escudo del Atlético de Madrid y el escudo del Atleti yo no se lo dejo tocar ni a mi madre, etcétera.

Aunque lo peor es que creo que hay ciertos futbolistas a los que les da completamente igual. Y ahí es cuando, en mitad de la desesperanza, voy y me fijo en Pablo Barrios. Podrá tener sus días mejores, sus días peores, como todos —al fin y al cabo nadie ahí dentro es un superhombre, sino un ser humano con sus defectos y sus virtudes, como cualquier otro—, pero el chaval me imprime calma y me confiesa al oído que todo está bien. Agarra del cuello al peligro si hace falta, lucha, grita, suda, zancadillea y muestra, al menos, de forma prístina y sincera, que lo que ocurra tras el pitido final le importa mínimamente. Ojalá, me acabo diciendo siempre, todos los demás aprendieran algo de Pablo Barrios.

Pita el árbitro el final y no queda más remedio que agachar las orejas y asumir que es culpa nuestra, que no nos merecemos, en realidad, otro destino que no sea éste. Así, siendo incapaces de dar más de 4 pases seguidos, sin alma ni presencia futbolística, sin fichajes que reviertan la situación, sin que la diosa de la victoria y la fortuna vuelva a aparecérsenos —precisamente porque no la buscamos, o no deseamos buscarla—, no vamos a ir a ninguna parte.

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